sábado, 20 de febrero de 2010

Manifiesto poético

MANIFIESTO POETICO


Son los poetas el último reducto de esta tierra americana
Hoy nos toca entender esta época de flores de metal y humo de electrones en un horizonte donde se avizora junto a la esperanza el caos y el desorden
Nuestra actualidad presenta una moderna devastació filtrando sutilmente su ácido en nuestra carne
En este gran futuro anunciado no habrá futuro para nadie si solo humanoides de metal se divisan
Si hoy la poesía no tiene futuro el de la humanidad desaparecerá para siempre
La fe perdida en el hombre se percibe en un sol metalizado yunque donde el pensamiento es triturado arrojado como putrefacto alimento a los cancerberos de nuestra generación
Hoy que caminamos en el filo de la navaja de fin y principio de milenio que el espíritu poético surja en toda su manifestación y rebeldía frente al caos y la deshumanización
Por construir un futuro de totalidad en la poesía y para el mundo
Por la libertad a percibir la fragilidad de una flor
Escribamos versos ensalzando el espíritu universal del hombre y delatando el fondo oscuro de sus instintos
A los poetas los exhorto a construir un nuevo milenio donde sea más fácil hacer que flote una piedra en el agua que encender una guerra
Por la humanización del futuro habitemos el paraíso de un almendro


Gustavo Ponce Maldonado


Junio del 2002


Poesía de Verano Monte Sur

viernes, 5 de febrero de 2010

Violentas margaritas

VIOLENTAS MARGARITAS

Ma. Eugenia Rodríguez Gaitán

Hay un silencio noche
donde la hierba crece
Dolores Castro


Uno recorre los pasillos del cuerpo aferrado a un recuerdo
y sangra gota a gota los golpes ásperos de los atajos
Uno ama sin remedio, oscurece la voz templada de la verdad
extiende sus desgarradas alas buscando néctar
la tierra yerta se conduele y vela en silencio su suerte
Uno se cansa a veces de recorrer la rueda paso sobre paso
de mirar la bóveda con sus mismas estrellas colgando
y sentir un frío de soledad entre calles mareadas y repletas
uno escucha de hambres y brazos desmembrados en la madrugada
de violentas margaritas inscritas en cualquier barda.
Y al fin
uno se cansa.


Junio de 2009.

Poequeños

*poequeños* y Punto

Félix Pacheco

I

Dieta

Cuando
dejó
de probar
mis besos
Ella
engordó
... Mi soledad !


II

Lujuria

Nunca supo
el sabor del amor
Siempre se derritió
antes de probarlo


III

Estiaje

En tu cielo
truena fuerte
mi recuerdo
pero
ha dejado de llover


IV

OTRO TONO
El timbre de tu voz cambió...
Ahora es morado, por otro


V

Cometa

Cada vez
que miro
al cielo
me vuelo
al pensar
que aunque
ya no esté
a mi lado
Seguirá
"vivita"
y
"coleando"

Saludos impasibles



Punto

Nunca antes yo te vi
vestida de sastre,
traje azul marino
botones dorados

Con tu rostro en calma
Mujer piel morena
Cual si fuera espuma
Tu sonrisa blanca

Estrella en mis ojos
nuevos horizontes
donde ha de llover
lo que deba llover

Dime por que viniste
hoy vestida de sastre
y me dejas, desastre
y en ruinas el alma

Saludos históricos

MUSEO DE MONSTRUOS

MUSEO DE MONSTRUOS

José Antonio Durand

¡Vean, vean ustedes la fotografía de La Bestia Humana! Aquí está, es como el borrego bicéfalo y el becerro de seis patas.
Este monstruoso ser deforme, engendro del demonio… ¡No tiene entrañas!
Conozcan ustedes a la persona que aumenta el número de entes en el Circo de Anormales… es el único ser en la Tierra carente del órgano vital.
Miren, miren a este fenómeno de la naturaleza que desafía todas las leyes de la biología viviendo… ¡¡¡Sin corazón!!!
Observen como se exhibe mostrándose descomunal y sin pudor; véanla en esta fotografía —publicada en la Sección de Sociales—. Es ella, la mujer que aquí aparece vestida de novia.

La Sinhombre

La Sinhombre (Fragmento).

Eric Marváz

Entró al cuarto y revisó las monedas que tenía en la mano. Le dieron cambio de menos. Antes de ir a reclamar buscó el ticket de la compra, estaba dentro de la bolsa mojado por la humedad de las botellas de agua fría, lo despegó con cuidado del envase. Al revisarlo los ojos se le abrieron grandes y leyó. “El vello claro de la nuca se anticipa a mi respiración, se eriza cual presa acorralada. Tus senos se yerguen apuntando al este, y los pezones sienten mis dientes hincándose, mordiendo tu carne. El capullo florece y la miel convoca al chupa rosa y a la abeja, tu pistilo late indagando el ambiente. Estás cerca del mar y del mar eres. Mar calmo antes de la tempestad. El oleaje te ha acometido siempre, tus caderas lo asimilaron desde que aprendiste a caminar, te fue tan natural como la abertura en canal de tu sexo sangrante.” Eso estaba escrito. Destapó la botella de ron, dio un largo trago que le quemó la garganta y alborotó las ansias. Encendió el televisor y se recostó en la cama, hasta entonces reparó en la falda floreada y en la azalea embarrada en su sexo latente. Levantó la prenda hasta la cintura y separó las piernas. Los vellos se le escapaban por los lados del bikini blanco y se pensó impúdica como mujer pública. Buscó un canal erótico en el aparato transmisor pero lo único que encontró fue un programa de publicidad de aparatos de ejercicio con gente de cuerpos depilados y musculosos: con eso bastaba. Regresó a la cama y mientras bebía ron, empezó a bordear el resorte del calzón de baño desde la parte superior, dibujaba los contornos sintiendo los pelos suaves y alborotados que escapaban. Tenía los senos hinchados y las manos de cera, mejor, así pensaba que eran manos de cualquiera menos las suyas. La aglomeración de líquidos hacía su parte y la volvían incontinente, manantial, presa desbordada, diluvio. El ron que le entraba por la garganta se le convertía en baba espesa que le nacía en el abdomen y buscaba salida por la boca de abajo. Espuma blanquecina le brotaba del sexo. Separó el trozo de tela y con un dedo zigzagueó por la geografía dispareja de sus dobleces exuberantes, el sudor de la entrepierna se le mezclaba con el borbotón viscoso de la exigencia. Los cuerpos se contraían y tensaban en la pantalla, ponía especial atención en los abultamientos profanos de los miembros metidos en pantaloncillos elásticos. Deseaba uno, el de él en especial, pero en esos instantes no le importaba cuál. Metió un par de dedos por la zanja lubricada y no le bastó, tapó la botella y la hundió entre su labia empujándola con las dos manos, hasta el dolor. Obtuvo un orgasmo tan fuerte que le hizo apretar con su vagina el cuello del recipiente empujándolo hacía afuera. Limpió la botella con la lengua hasta obtener de regreso todos sus fluidos mientras temblaba incontroladamente por la intensidad del momento. Cambió de canal. Totalmente desnuda siguió bebiendo y viendo películas viejas en blanco y negro. No quería pensar. Y sin pensar se quedó dormida a la hora imprecisa en que caía la cerrazón. En ese lapso, el húmedo fragmento de poesía, se deslizó con el andar ágil de un cangrejo para escabullirse por debajo de la puerta.

La niña de los besos

La niña de los besos

Pterocles Arenarius

El día que la besé eran las tres de la mañana y quince minutos antes ella iba corriendo como una zorrita que persigue la jauría y no llevaba más ropa que calzones y zapatos.
Era como ver un ángel o bien, por qué no, un demonio. Corría con desesperación, pero nadie la perseguía, o al menos no era visible.
Yo iba caminando por la gran avenida Troncoso y ella quizá salió de entre los múltiples condominios de por ahí. La vi desde lejos, tenía muy buena condición física o estaba drogada porque corrió unos dos minutos a la máxima velocidad que daba su cuerpo delgado, blanco, hermoso.
Al principio era un punto blanco. Luego me dije es una vieja encuerada. Me detuve a mirar. Venía sobre la acera en que yo caminaba. Y además está buenísima, me dije. Pero desde unos cien metros me percibiría porque desvió su trayectoria para no ir hacia mí.
Me atravesé la avenida tratando de que su trayectoria coincidiera con mi posición. Empecé a ver con claridad como se sacudían sus pechos a cada paso de su carrera. Era un deleite verlos sacudirse. Nadie, nada la perseguía. Me atravesé en su camino. Por allá lejos pasó un carro. No se dio cuenta de que la belleza corría desnuda por la avenida Troncoso.
Cuando estaba a diez metros de mí –que me fui centrando para que ella llegara hasta donde yo estaba–, habrá notado mi intención y gritó ¡aaaaaahhhhhh! como un kamikaze, colocó sus manitas al frente y se dirigió directamente contra mi pecho. Creo que intenté apartarme, me asustó el grito, la muchacha corría muy fuerte, pero entonces ella enfiló hacia mí.
El choque fue brutal. Me derribó y cayó encima de mí. Creo que me hizo volar pocos metros. Empezó a golpearme, arañarme, morderme. Dios santo.
Como pude me quité. Y traté de huir. Esperaba que llegaran los perseguidores o uno por lo menos. Nadie llegó.
Siguió golpeándome. Puñetazos, patadas, rasguñones. No supe qué hacer. Salvajes rasguños de gata, tarascadas de perra. Me protegí y le di la espalda. Se fue caminando. Vi sus bonitas nalgas dibujadas debajo del calzoncito, sus hombros estrechos respirando agitados. Vi uno de sus pechos pequeños desde atrás. Ella temblaba. Estaba desgreñada. Lloraba.
Estábamos en un estrecho camellón de la gran avenida.
–Qué pedo, manita… –Se volvió.
–Hijos de su puta madre. –Dijo al vacío.
Supuse que habrían intentado violarla. La madrearon, la encueraron, supuse. Pero es una perrita. Brava. Se les peló. Supuse. Se detuvo.
–Dame un cigarro. –Lo encendió después de arrebatarme el cricket, agitada, resoplando, temblorosa.
Me quité la chamarra y se la puse cuando ella me miraba como se mira a un marciano.
–Hijos de perra –dijo y metió las manos en las mangas de la chamarra–. Acompáñame, güey.
–¿A dónde vas?
–Aquí… Es aquí a dos calles.
Se me abrazó. Caminamos las dos calles abrazados. Fumando.
De pronto decía hijos de su puta madre.
–¿Qué te pasó, amiguita?
–Hijos de su perra madre.
Entramos en uno de los condominios.
–Carnalita, te dejo en tu casa.
Me miró con sus ojos de loca detrás de los cabellos que le caían sobre los ojos. Los rasguños me palpitaban, los madrazos eran como clavos en mi jeta.
–¿No quieres una chela? ¿Un toque? –Me metió al departamento jalando. Cerró la puerta. Aventó mi chamarra por donde sea. Se fue encuerada y regresó en camisón y con dos cervezas. Me dio una, estaba fría. No había muebles, pero sí gran cantidad de objetos con clasificación próxima a la de basura. Se puso a forjar luego de poner la chela sobre un bote de pintura. El cigarro estuvo listo muy pronto y le dio unas fumadas de prolongación sorprendente e intensidad amorosa.
–Jálale.
Fumé. Era buena mota.
Le devolví el cigarro y me abrazó.
Se puso a darme unos besos inolvidables. Largos. Pausados. Tiernos. Lentos. Era como si me ensalivara el completo rostro. Fumaba mariguana y me pasaba el humo en los besos.
Amor mío.
–Pásame el humo –dijo. Le jalé al cigarro de mota y ella me dio el beso más rabioso, el más violento de mi vida. Me quería sacar las anginas para llevarse el humo, me quería comer como si fuera yo la mota personificada. Me inclinaba para alcanzarla, se estiraba para sentirme. Mis brazos fueron a su cintura, los suyos sobre mi cuello. Repetimos el beso mariguano en la más enloquecida y deliciosa tanda de besos hasta que se acabó el cigarro. Y seguimos besándonos.
Me agarró descuidado y abrió la bragueta. Sacó mi verga. Se hincó y se puso a besarla. Luego se la metió en la boca. E hizo cosas divinas.
De pronto se puso de pie.
–¿Eso era lo que querías verdad, cabrón?
–Chiquita preciosa, ¿cómo te llamas, mi amor?
Se fue al fondo del cuarto y trajo un bote de pintura en espray de la que usan los grafiteros. Me roció el pecho, los hombros, el cuello, la cabeza y la verga parada, entre el insoportable olor a solvente químico actuaba minuciosa, como haciendo un trabajo especializado. Sólo dije sin demasiada convicción “No, espérame, no me pintes”.
Sonrió como demonio mientras apartaba el chorro de espray. Lo encendió con la flama del cricket.
Cuando dirigía la bocanada de fuego hacia mí salí corriendo. Tenía los pantalones hasta el suelo. En la desesperación no supe cómo me los quité. Alcancé a sentir la lumbre como el vaho de la dragona que me alcanzó a quemar un poco de cabello mientras salía vuelto madres y derrumbando cuanta madre.
Dos minutos después yo iba corriendo por Troncoso desesperadamente a las tres y media de la mañana. ¿Qué otra cosa puede hacer un encuerado en Troncoso a semejantes horas?
Una patrulla me dijo por su altavoz “deténgase, hombre desnudo que corre, deténgase…”.
Me detuve. Estaba temblando, jadeando, me ardía un poco la cara por la leve quemada; los rasguños no dejaban de palpitar, los putazos como clavos en la jeta; el cuello, el pecho, el bajo vientre, el calzón pintados de verde y los besos amargamente dulces, violentamente tiernos, dolorosamente suaves, la saliva con dulce sabor de mariguana continuaban en mis labios. No tenía sensaciones en el pene. Sino en los labios, los besos.
–Estás madreado, estás revolcado, estás encuerado, estás pintado de verde, ¿estás drogado? –diagnosticó el policía.
La luz de su lámpara en los ojos no me dejaba ver.

lunes, 1 de febrero de 2010

PULQUE PARA DOS

PULQUE PARA DOS

por Cristina de la Concha


Nuestro romanticismo desbordado ante esta frase no puede menos que evocar los tinacales, donde zumbidos rondan y alas diminutas interrumpen graciosamente la vista de la espuma de fermentación.
       Nuestras evocaciones van más allá, a los paisajes de aridez de cactus, de nopales cercando los suelos arcillosos con terrazas bordeadas de pencas, pencas como manos extendidas cuyos dedos largos con uñas puntiagudas y filosas, solicitan, ofrecen. Terrazas en las que de vez en vez surge un meyolote con su quiote, las pencas menores se hincan ante esa majestuosa inflorescencia que, inocente, espera la castración, homenaje que el tlachiquero vendrá a realizar.
       Lo vemos llegar para extirpar tejidos, hacer la “picazón”, eliminar la jícama, impedir cualquier retoño. La muerte del teómetl inicia, lenta, larga. Pasan noches, semanas. Escurren muchas lunas antes de la última gota, día a día lo raspa, mana su savia. Los mezotes sólo miran su perecer mismo y son sus propias espinas las que raen en capas delgadas haciendo languidecer al teómetl... y rezumar su espíritu blanco.
Con añoranza, vemos la escena del brote de vida, vida engendrada de la muerte que nos trajo la diosa Mayahuel.
       Nos conmueve el acocote por el que aspiran la miel los labios carnosos de los tlachiqueros para verterla en las castañas y, así, nuestra cursilería innata regresa a la cuna del pulque con su embrión en burro para arrullarlo en las tinas.
       Allí, ceremoniosas las minúsculas vigilantes aladas continúan blandiendo en el aire como navajas, cortando veloces con líneas delgadas para celebrar el banquete en odas zumbantes ante el rito: el catador pulquero, reconocible en el tono de su tez que va del rosa al colorado, en la generosidad con que su vientre está distendido y en el bigote aguamielero, cata escupiendo con ansias de ver aparecer el alacrán, silueta viscosa que indicará el punto de madurez sobre el piso.
Pulque para dos. Leche que encuentra el punto en su uniformidad, en el donaire con el que se niega a caer si resbala de la boca, en su espesura tendiente a la unidad. Bebida del Amor Divino y la embriaguez, nomás porque es leche que genera leche, fuente de energías fecundas, leche que fortalece la semilla viril... y si no lo creen, pregúntenle al burro que carga las castañas.